Los niños aprenden a mentir poco a poco, casi sin darse cuenta, a veces por casualidad. Nuestras primeras mentiras infantiles se acompañan de rubor, síntoma que poco a poco aprendemos a dominar, para transformarlo en el de ojos cerrados y apretados que luego se convierte en un pestañeo regular, hasta que por fin, un día, nos damos cuenta de la posibilidad de no ser descubiertos, de nuestra impunidad, y entonces somos capaces de mentir descaradamente, sin pestañear. Cada persona, por supuesto, desarrolla el sentido de la mentira de manera diferente, hay quienes nunca sobrepasan el estado del rubor. Mi madre, por ejemplo, nunca ha podido mentir, porque su expresión de niña cometiendo un falta la delata implacablemente.
Pero no olvidemos que durante ese aprendizaje de la mentira propia, también vamos aprendiendo a descubrir las mentiras ajenas; así, muchas veces nos basta con mirar a otra persona a los ojos para saber si podemos confiar en ella o no.
Yo personalmente odio la mentira,antes prefiero callar.
miércoles, 10 de marzo de 2010
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