Cosa de dos
Quizás el primer paso para procurar la continuidad sea admitir que no se necesitan tres personas para un adulterio. Basta con dos. Y no necesariamente del infiel y de su amante, sino de los componentes originales de la pareja. Aunque el tercero suele llevarse el rol de villano de la obra, en cuanto se explora la historia de la pareja, su actualidad, su actitud ante las crisis, es frecuente advertir que el tercero (más allá de su individualidad) podría ser cualquiera que respondiera a ciertos requisitos mínimos, entre ellos, el de estar en el momento y lugar oportunos. Esto significa que algo del proyecto común de la pareja ha dejado de funcionar, que la intimidad ofrecía grietas, que había excesivas carencias en la comunicación.
Cuando dos personas renuevan la energía amorosa a través de proyectos comunes, de la vivencia efectiva de sus valores, del registro del otro, de la atención de las mutuas necesidades y expectativas, cuando actúan como un equipo y encuentran el modo de mantener su vínculo actualizado y reencantado, los terceros difícilmente hallan espacios para irrumpir en esa intimidad, aunque lo intenten. Hay un sistema inmunológico de la pareja que se fortalece en la confianza y en el ejercicio cotidiano del amor.
Nadie elige su pareja para separarse ni para ser infiel. La infidelidad ocurre, pero no se debe a la fatalidad, al destino o a los arrebatos tan caros a la mitología occidental del amor pasional. Sus razones anidan en el corazón del vínculo. Cuando la relación cuenta con fondos afectivos para encarar la tarea de la transformación que sigue a la tormenta, habrá vida amorosa después del adulterio. De lo contrario, lo que ocurrió tal vez se debió a que ya no la había antes. Porque, en definitiva, ser infiel es algo más que tener relaciones sexuales con un tercero. En todo caso, es un acto de deslealtad a un proyecto común, a un espacio de intimidad, a una empresa afectiva en la que, se supone, dos personas han invertido su capital más preciado: el emocional, espiritual y sentimental. Nadie puede ser obligado a amar. Pero lealtad y responsabilidad son valores que merecen honrarse. Cuando no hay energía amorosa para continuar en un vínculo, afrontarlo es un acto de lealtad. Y de responsabilidad.
jueves, 18 de marzo de 2010
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